[Ilustración: Banksy]
Todos caminamos bajo el mismo cielo. Todas las mañanas tomamos el sol y el café con leche, algunos cebarán mate, otros sucumbirán al hábito de la manzanilla matutina; y en ninguna ciudad del orbe ha de faltar el miserable que bajo un puente salude un nuevo amanecer con un sorbo de ron barato. Entre el día de hoy y el instante de nuestra muerte, con nuestros doscientos seis huesos habremos de andar por la vida, en un mundo cuyo rumbo ha dejado de ser promisorio y marcha firme hacia una incertidumbre oscura; sin embargo, es el provisional andar de nuestros pasos el que puede construir el camino.
Hará trescientos veinte millones de años que la evolución apenas nos configuraba un cerebro de reptil, pero hoy día, ya podemos ver cómo es ahorcado un ex presidente iraquí a través de la banda ancha, empezar y terminar relaciones afectivas vía correo electrónico, enviar mensajes almibarados o detonar una bomba dentro de un tren con un teléfono celular. Pese a ello, el rutinario tránsito de nuestros días crea la ilusión de que todo está estable, y la inmovilidad de los edificios y la parálisis de los monumentos se encargan de seguir el juego.
El hombre ahora habita cuevas que se encuentran en el tercer piso de una avenida muy concurrida, tiene más tecnología y cerebros más complejos, cuya voluntad sienta frente al televisor, para que después de cuatro horas de publicidad, quede convencido de que el confort es ese sillón reclinable donde puede reposar su pesadumbre y su soledad eterna.
¿Desde hace cuánto que nos llenamos de imaginario colectivo y crecemos con teoremas de barrio y un albur incomprensible nos hace repetir los hierros y los enigmas? Si trazamos dos líneas paralelas sobre el plano, ¿se tocarán alguna vez? Pese a la simpleza del cuestionamiento, habrá quien niegue la posibilidad del contacto de las líneas; a pesar de que Colón se encargó de ratificar la condición esférica de nuestro planeta, en cuya convexidad esas paralelas se tocan.
Se tocan como nuestros pensamientos a través del tiempo. Hace trescientos veinte millones de años éramos pronóstico, hoy lindamos con ser recuerdo. Y eso el hombre lo sabe, no es casualidad fortuita que las civilizaciones más remotas se hayan ocupado tanto de la muerte. Sin embargo, ahora nuestra atención está en otro lado ¿A quién le interesan las fragatas o los fractales? ¿A quién le importa saber que cada minuto en América Latina se pierden veintidós hectáreas de bosque? Lo importante es que tenemos a la mano los privilegios del progreso con todo y sus espectáculos deportivos, donde desahogamos la impotencia y la rabia al gritar un gol que siempre quisimos anotar nosotros.
La Tierra es un organismo que nos estamos devorando. Y la tele, esa universidad a la que todo el pueblo asiste, calla. Y su silencio es un cómplice asesino, ellos legitiman a los gobiernos y nos abren un catálogo amplio para saber a cuántos coches se puede aspirar en esta vida. Lo que no nos dicen es que la "democracia" y la "eutanasia" comparten simetrías atroces; y que el abuso de los hidrocarburos (la gasolina, pues) se está acabando este planeta.
La vida, es una armonía endeble por la cual pasamos dejando nuestra huella de equilibristas; y todos caminamos bajo el mismo cielo, pero también todos somos una llave que puede abrir el porvenir.
Rojas