La escobilla
El que no posee el don de maravillarse ni de entusiasmarse,
más le valdría estar muerto, porque sus ojos están cerrados.
A. Einstein.
Sobre once kilómetros de playa soy el único caminante, bajo un cielo azul purpúreo ante mis ojos se esparce una larga culebra dorada; el océano colérico estalla en mis tímpanos y en la arena; las altas olas hacia el sol se yerguen, a plomo cae el día; hoy estamos a treinta y ocho grados bajo la sombra. En el horizonte una línea lejana se avista –allá, en lo remoto- hasta donde mi mirada alcanza, se parte el mundo, es una línea de un azul traslucido lo que divide el mar del cielo; -cerca de mí, sobre la costa- a cinco centímetros del suelo veo como se deslizan los ostreritos sobre el océano, como vuelan batiéndose entre la ola y el viento, como en la magnitud de su revoloteo cave el horizonte. En el aire, a lo alto, las espumosas nubes son como otro mar al acecho. Aquí, me maravilla el mundo. Aquí, termino de convencerme de que en esta vida, todo se reflecta.
Playa la escobilla es el nombre de este edén terráqueo, este pequeño trozo del basto océano pacífico donde la tortuga golfina ha decidido desde hace miles de años salir del mar, para tirarse de panza sobre la playa y tranquilamente, ponerse a echar la hueva.
Desde el atardecer, con un brete y un caparazón de sesenta kilos sale la tortuga del mar; exhausta llega, jadeante se va. Enterrados a cuarenta centímetros del suelo
ha dejado sus esfuerzos, sepultada bajo el arena deja esperanzas de vida.
Para ello ha sorteado depredadores, redes de pescadores y la furia de las olas en el mar. En la playa, enfrenta saqueadores, hueveros ávidos de sacar un salario necesario, investigadores curiosos y turistas morbosos.
La gente de la comunidad dice que desde la sierra; cuando sale el animalito, se ve nomás como fulgura, como brilla la coraza de la tortuga; dicen que son como estrellas que salen del mar.
En la escobilla todo resplandece, bajo el suelo se gestan millones de vidas, la dorada arena día y noche palpita.
Es medio día, el sol me tuesta el lomo, el cabrilleo del mar se escurre por mis talones; sobre la luminosa arena otros brillos fulguran, ostras y caracolas resplandecen púrpuras sobre la dorada arena. El océano, generoso les sirve la mesa a las aves; y donde los ostreritos y los playeritos jaman se encuentra una diversidad de tesoros luminosos y de rumores que el mar arrastra.
Piedras de todas las texturas y de todos los colores iluminan mis ojos, entre ellas distingo una piedra de arena. Polvo luminoso hecho roca, diminuto grano de luz consolidado en mi puño, arena solidificada con el paso de la marea y de los días; tiempo que se petrifica.
Ante mi, olas sordas se arrastran; una a una estallan en una erupción de espuma, es un vigor oscilante y furioso, pero inconsciente de su propia inmensidad; sólo al hombre que contempla solo le asombra el mundo.
Camino por la playa, sobre una duna me siento, observo, veo, entiendo. Todo mi ser está rodeado de luz, de belleza, bajo el suelo que mis pies pisan instante a instante se gesta la vida. Bajo el sol calcinante, presuroso escribo: el poeta debe asumir un duelo a muerte entre el poema y el deleite.
A lado de mi hay un mineral sin brillo, sopeso el volumen de la voluta roca y me pregunto ¿a que lejano río pertenecerá la historia de piedra tan opaca, tan pesada, tan poco porosa y tan majestuosa?
Anaxágoras ya lo decía, todo tiene que ver con todo, nada puede permanecer aislado, tal es el mensaje que a la orilla del mar porta este pedazo de vida, tales son los secretos que arroja el mar y las rocas peregrinas. De átomos diminutos está hecha la vida como de minúsculas chispas de arena la costa. La existencia son partículas que se pierden en el aire, todos los instantes inciden en todos los lados todo el tiempo. La roca más luminosa, la piedra que sobre mi cabeza a seis mil grados hierve, cotidianamente nos llena de energía y su luz se esparce por la vida.
Aquí termina este viaje. Dentro de unos días por mis pupilas entraran cientos de automóviles y miles de ciudadanos deprimidos; no sé dónde me ha de caber tanto cadáver, tanta miseria.
Si algún día, algún viandante desmoralizado me preguntara qué ha de hacer con su existencia; en dónde es que debe poner su cuerpo; cómo es que ha de ocupar sus esfuerzos; yo con voz impostada le diría: hazte pescador en Mazunte, se voluntario en playa La escobilla; ve por el mundo con una mochila al hombro y con una breve sentencia; y descubre, asómbrate de lo maravillosa que en realidad es la vida.
Rojas
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