jueves, marzo 25, 2010

¿Dónde deben estar las catedrales?

[Banksy]
En tierra


Hace algunos años consideraba lo mismo que Severino, en ese entonces todavía no sabía que ese era uno de los nombres de mí santo, como Leonardo que significa, hombre calmo, sereno; consideraba pues, lo mismo: el mundo, la vida, lo que llamamos universo, es como una gran cebolla. Tiempo después, encontré que don Juan, el mítico chamán de los libros de Carlos Castaneda. Consideraba lo mismo. El mundo es como una cebolla, tiene varias capas. “El mundo que conocemos es una de ellas. Algunas veces cruzamos los linderos de estas capas y entramos en otra de ellas, en otro mundo, muy parecido a éste pero no el mismo”. Severino a su vez, escribe: “el mundo es misterioso como una cebolla enorme. Cada experiencia que vivimos es como si le arrancáramos una capa a esa cebolla y cada experiencia o vivencia nos da un conocimiento. A medida que vamos atravesando capas, arrancando capas, es como si nos acercáramos más al conocimiento de la realidad”. ¿El conocimiento de la realidad?, pero… ¿cómo conocemos la realidad? Para el yaqui la realidad se conoce a través de la percepción del universo, más que a través de las redes sociales que nos envuelven, que nos circundan, delimitando así, el perímetro que nos ciñe. “Vivimos en una burbuja, esa burbuja es nuestra percepción, vivimos dentro de esa burbuja toda la vida y lo que presenciamos en sus paredes redondas es nuestro propio reflejo, la cosa reflejada es nuestra visión del mundo”. Tal vez, por ello resulta evidente que, Severino Salazar se autorretrate en Dónde deben estar las catedrales. El autor, a través de la palabra se busca. “Vine a buscar de nuevo una enseñanza que el tiempo y el olvido me arrancaron de las manos”. Es curioso, a mí no se me olvida que hace unos meses, en este mismo lugar, al terminar un ensayo decía: Millares de libros hay en la biblioteca, y todas las páginas buscan expresar lo que es, el ser. Ser que ya somos. Ahora encuentro otro libro, Donde deben estar las Catedrales, y coincido profundamente con el autor, quien resulta también fue maestro de esta universidad, y lo encuentro lúcido cuando dice a través de su personaje Crecencio: “Todo lo llevamos dentro. Todo está ya dentro de nosotros”.

Profundamente misterioso y divino, se sabe, donde se junten más de dos a hablar de mí, al levantar una piedra, ahí estaré. Severino corresponde: “Es la época del año en que uno levanta una piedra y hay humedad y muchos insectos de todas clases viviendo en armonía”. La armonía es, el lugar donde habitan los dioses. Severino continua: “Así era el cielo, la tierra y el viento –pues el fuego lo traían muy escondido en el alma los hombres- al avecinarse aquel verano”. El escritor viaja, viaja hacia lo desconocido para prevenirnos de una certeza ineludible: “el mundo no tuvo nunca sentido”. La realidad es vacío. En medio de todo ello, está la vida de los santos, que desprecian profundamente la vida y el mundo; y al despreciarlo, vencen sobre éste, tal como diría Juan, en el Evangelio:

El que ama su vida la pierde
Y el que odia su vida en este mundo
La guardará para una vida eterna
Juan 12-25

Vidas como la de Luis Rodríguez, sin ninguna ambición que le estorbe, sembrando en sus parcelas únicamente lo necesario para vivir al día. Plano en el oblicuo, el mundo no es extraño. La extrañeza está como dice el autor, en lo que hacemos a la vida, en lo que la vida tiene que destruir alrededor para crecer.

Hasta ahí, todo moral y filosofía, pues en tierra, en el capítulo ocho, se siembra la ponzoña de la duda; una relación homosexual entre Crecencio Montes y Baldomero Berumen, alter ego del autor. Severino, lo dice: “uno sólo se pierde, se deja ir en sus pasiones. Que así, a distancia, las vidas nos parecen simples, tal vez aburridas, pero no sabemos nada de las batallas internas y secretas, que se pierden o se ganan para encontrarle un significado cualquiera”.

Tepetongo es Roma, de tal modo que: “Igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos a los otros cometiendo la infamia de hombre con hombre recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío” Romanos 1-27. “Para qué me sacaste del seno”. Recuerda Severino. Para qué existimos, cuál es el sentido de la vida. El siglo pasado -mientras se luchaban cruentas batallas por independizar a la India- Gandhi, decía: hace algún tiempo yo creía que Dios era la verdad, ahora sé, que la verdad es Dios. La verdad es libertad y la libertad, alegría. Como dice don Juan, impecable: “La vida de un guerrero no puede ser de modo alguno sufrida, solitaria y sin sentimientos, porque se basa en su afecto, su devoción, su dedicación a su ser amado”.

Siendo de Zacatecas, profundamente religioso y conocedor de los huicholes, estoy casi seguro que, al igual que yo, Severino comulgo con el vendo, experimento el hikuri, comió peyote, que son tres formas de decir lo mismo. Y dentro de este delirio, esta locura que sólo Dios sabe quién despertó, desesperado Chencho especula: “si todas la catedrales están fundadas en un absurdo, en una idea falsa, que dolor, que tristeza”. Lo pregunta como Hassan - protagonista de Tierra, una de las películas de la trilogía del director hindú Peta Meta- cuando ve llegar el tren donde vienen sus hermanas, desbordado de cadáveres, inundado de sangre, lleno de putrefacción, bóveda de costales llenos de pechos mutilados. La barbarie, la faz vorágine de la muerte absurda. Etnias enfrentadas, avasalladas, derruidas. Romper con el mundo, dice Severino, es una forma de asomarse a lo inefable.

Dicho de otra forma: “si el hombre es capaz de evolucionar. La gran tarea de los brujos es implantar la idea que para evolucionar el hombre debe primero liberar su conciencia de ser de sus ataduras con el orden social. Una vez que este libre, el intento la dirigirá por un nuevo camino evolutivo”. “Para nosotros sólo existe el intento, lo demás no asunto es nuestro”, ha dicho T.S. Eliot.

En la luna.

“Al final de la vida se reconcilian todas las contradicciones”, le dice el gobernador a Crecencio, en la noche de la sinceridad, semilla del alba, que todo lo rosa. Hasta ahora, lo que sabemos es que el hombre no gana ni pierde, desde lo eterno, el hombre no ha aportado ni disminuido un ápice a lo absoluto; más bien, al estar implícitamente estructurado, en esos círculos concéntricos como el espiral de la cebolla, la vida de la humanidad junto con la tierra y la luna, pasan y giran sobre sí mismos.

Permítaseme aquí un apunte, ni glosa ni exégesis, un apunte. Daniel, cuando interpreta el sueño del Rey Nabucodonosor, habla del reino de hierro y arcilla como el antecesor último del reino de lo eterno. En este tiempo dice Daniel “se mezclarán entre sí por simiente humana, pero no se aglutinaran el uno al otro, de la misma manera que el hierro no se mezcla con la arcilla”. En nuestro tiempo de hierro y arcilla, las fronteras del hombre globalizan el comercio, pero no el amor, ni la paz, ni la cultura, y sí la sed de lucro. Decadente. En la literatura de AA, se habla de los 4 jinetes del apocalipsis: miedo, desesperación, angustia e ira. Ese es nuestro tiempo, desesperación profunda, angustia tormentosa, si no véase a Enrique de la Serna en su artículo “la otra rebelión”. Japoneses que no consumen, que se hacen asexuales por miedo a seguir viviendo, y continuar con un mundo lleno de ira. Subculturas como la emo, donde la autoflagelación no es más que el síntoma de una sociedad que lastima, que no cuaja, que no se une, como el hierro y la arcilla.

Lectura, tiene que ver con elegir, con ligar, con religión. Las catedrales están pues, donde se oficia la misa, en la palabra misma, por ejemplo, en la palabra: perdón. En verdad, el amor deberá salvarnos, el amor a la creación, el amor a nuestra conciencia de estar vivos, el amor a mi semejante donde también habita mi alma. “Sólo en [esos] escasos minutos todo lo que hay sobre la tierra toma el color del alba”. Entonces, todo vuelve y empieza, todo el tiempo.